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Al Sur

  • 6 jun 2020
  • 11 Min. de lectura

En las madrugadas, cuando la temperatura de la capital desciende de los 10° centígrados y hay que andar bien abrigado para no sentir el frío, cuando todo está en silencio y solo se escuchan los susurros de una mente que pregunta cuándo terminará todo esto, se enciende un farolito muy pequeño en el fondo de los recuerdos, un farolito que alumbra celeste y blanco y que trae consigo todas las reminiscencias del lejano sur, ese que me enseño tanto y que muchas veces se extraña.


Reminiscencias que parecen leña en el fuego de la memoria si a eso le sumamos que esa noche se está escuchando a Pugliese, a Gardel o Julio Sosa; así estalla ese viaje al sur a la velocidad con la que viajan los recuerdos dejándose llevar por el bandoneón de Piazolla, imaginándose en los pintorescos y áridos paisajes del norte escuchando un Chámame, como negar que sabe mucho más rico el mate cuando es cebado al ritmo de la Chacarera de los Manceros santiagueños.


Recién llegado deambulaba por Tucumán, entre Callao y la Nueve de Julio, no más de ahí porque no quería perderme puesto que no conocía y estaba lejos del pago y de los míos, por suerte, algo que caracteriza a la gente del sur es su hospitalidad y amabilidad, por lo cual me sentía tranquilo y me dejaba perder en las luces llamativas de los teatros sobre la calle Corrientes. Los paseos posteriormente se trasladaron a la avenida Santa Fe, puedo decir que esta la camine mañana, tarde y noche, sobrio y en otros estados también, que incluso lograba reconocer a que altura de la calle estaba solo con ver qué calle la cortaba, las veredas de la avenida Santa Fe, las paradas de buses, los comercios, los bancos e incluso los mismos hombres que pedían alguna moneda los lograba reconocer después de tantas caminatas sobre sus baldosas, las cafeterías que ocupan las veredas donde sirven el café con un vaso chiquitito de agua, que cosa extraña decía yo en mis adentros, quien carajos sirve el café con agua, pensaba: vengo de un país cafetero donde tenemos el café como arte pero jamás lo vi servido con agua, que les pasa aquí en el sur.


Figueroa Alcorta fue otra que me vio desfilar por sus sendas, aunque esta vez con zapatillas y ropa deportiva, pues, sobre ella solía correr calculando tiempos, distancias y todas esas cosas en que nos fijamos cuando hacemos ejercicio; corría por deporte, por salud, pero no siempre era así, muchas veces tan solo le corría a esa ansiedad que se genera cuando estas lejos de casa y empiezas a preguntarte si la decisión que tomaste es la correcta o no. Después entendí que no importa si el camino elegido esta bien o mal, lo importante es que ese camino te haga feliz y estaba seguro que ese tiempo en el sur me hacía feliz por la simple razón de encontrarme a sí mismo. Si usted amigo lector, alguna vez lee esto, tome lo siguiente como un consejo: estando lejos del pago sabrá lo que es realmente importante en la vida y, créame que no son las cosas materiales.


En el cruce de Armenia y Cabrera, en pleno Palermo, comíamos como animales con Natalio, viendo pasar la gente por el cristal del restaurante, tomando vino y diciendo cualquier ocurrencia juvenil, dándole tiempo al pobre estomago para que asimilara todo lo que le habíamos cargado. ¿Un cigarrillo después de aquella cena bestial?, bueno sí, porque no. Mientras se caminaba con el negro (sobrenombre de cariño, sin tinte ofensivo) por las calles del viejo Palermo, al compás coordinado de nuestra caminata, se evaporaba el humo de aquellos Philip Morris y a su vez nos creíamos un par de filósofos del renacimiento haciendo preguntas que no sabíamos si eran efecto del vino o de que cosa. ¿Vos que pensás de Dios? ¿Te quieres casar negro? ¿Ya te has imaginado con hijos? ¿Ché y si compramos unas birras en Serrano? Decía el negro; así, amenizábamos el camino hasta el 6B de la avenida Santa Fe al 5075, donde vivíamos junto con Louis, un "francesito" que por su físico solo me empujaba a pensar en el principito de Saint Exupery. En aquel balcón del sexto piso se tomaba mate, vino y cerveza y de nuevo mil preguntas siempre estaban al acecho.


El primer mate fue en el rosedal, yo no sabía que era esa infusión de agua caliente y una yerba que jamás había visto en mi vida, pero que por el olor ya sabía que el amargor sería su principal característica. No sé cómo, ni porque, pero siempre he pensado que el ser humano conserva para sí mismo una especie de memoria fotográfica, esos pequeños hechos que te dejan algo marcado en la memoria y que se perpetúan en el tiempo con algo intangible como un recuerdo o por el contrario con un objeto tangible como una foto, bueno, al caso. El primer mate siempre me trae a la memoria el mismo atardecer reflejándose en el lago del Rosedal de Palermo y como epígrafe a esta fotografía siempre recuerdo la misma frase de Marcelo Corti: “la vida que se va y no vuelve queda fijada en la memoria de los lugares”. La vida que se va y no vuelve, no sé si alguna vez vuelva el sabor de ese primer mate amargo.


Imposible sería olvidar aquella imagen en el edificio de migraciones y que no pude capturar en una fotografía porque el guarda de seguridad me pidió que guardara el teléfono, fue algo más o menos así: generalmente ir a migraciones era toda una travesía, las filas eran larguísimas desde las 5 de la mañana, si esto era así afuera no quería ni imaginar cómo sería dentro del edificio, bueno, en fin. En la ventanilla cinco y seis estábamos quienes solicitábamos un documento de residencia por primera vez, había un representante de cada país de Latinoamérica e incluso de países no latinos, por el acento lograba reconocer al paraguayo y a la brasilera que estaban detrás de mí; peruanos, bolivianos y venezolanos también contribuían a engrosar la fila, hasta ese momento nada que me impresionara y me dejara una imagen guardada, todos tratando de pedir un plástico y un número para acreditar nuestra condición de “legales”, como si no lo fuéramos.


La siguiente era una mujer afro, su tez, su cabello, su contextura e incluso su idioma denotaban que no era de Suramérica, tal vez de Haití o de alguna nación africana, no lo supe con certeza pero hablaba muy diferente al resto y tenía un precario castellano. Cuando llego su turno de pasar a la ventanilla el nene que llevaba en los brazos empezó a llorar sin darse cuenta de lo mucho que llamaba la atención aquel llanto, el otro nene, el que llevaba de la mano, empezó a desesperarse y ya parecía romper en llanto como su hermanito, a la mujer no le quedó otro remedio que colocarlos como pudo en la carriola para bebe que llevaba. Estos dos lloraban sin cesar y es aquí donde aparece otro recuerdo fotográfico del cual aprendí que somos seres humanos, diversos, pero iguales entre sí. De la fila salió un hombre delgado, aproximadamente 1,80 metros de estatura, algo pálido y con los ojos rasgados, asiático, sin duda. Ahora imagina la siguiente escena: un hombre con rasgos asiáticos bastante marcados meciendo la carriola de dos nenes de ascendencia afro, yo no sabía que admirar, si la diversidad y el juego multicultural en la imagen o el llanto que se iba aplacando con el vaivén de la carriola. Un recuerdo fotográfico que se quedó instalado en mi memoria aquel día y con el cual deseche la idea absurda de aquellas personas que se creen superiores a otras por el color de su cabello, de su piel, de sus ojos o por llevar un apellido salido de lo común.


Las personas y experiencias en el sur aportaron mucho a ese crecimiento y aprendizaje, donde valorar lo más simple que tenía en casa y a veces no me daba cuenta fue lo primero que entendí al estar lejos del pago.


“Curiosidad mata comodidad”, decía la frase del Konex en el barrio del Abasto; otra más que hizo un recuerdo fotográfico en mí. Pasa que es difícil olvidar lugares y personas, bueno, que se yo, a mí me pasa, se me dificulta olvidar bellas amistades como la de María Camila en el bar de Odín, justo al lado de Plaza Serrano; la amistad de Katherine en el kiosco de Humboldt y Santa Fe donde pasaba a las 5:30 de la mañana antes de ir a trabajar, un pequeño saludo y ella ya tenía listas las galletas que siempre compraba para el desayuno, mientras viajaba en el bondi de la ruta 60 hasta el trabajo en Benavidez; la amistad de Carolina que me acompaño a ver el departamento de República de la India al 2020, departamento que resultó ser una completa estafa y que al enterarme de aquello solo me senté en la vereda, prendí un cigarrillo, se me aguo el ojo y la lágrima corrió por la mejilla, atravesó la espesa barba y se fundió en las comisuras del cuello. Tan solo llevaba tres semanas en esta nueva ciudad, solo conocía a Carolina hace un par de días y ya me estaba viendo llorar, vaya impresión la que daba el muchacho, pero bueno, de todo se aprende, todos pagamos la “novatada” decimos en el lugar de donde vengo; los mates en el barrio de La Boca con Florencia, ese era nuestro desayuno con facturas de 50 pesos la docena (recuerdo tanto el precio porque en verdad encontrar facturitas a 50 mangos la docena en medio de la inflación albiceleste era todo un reto) mientras Ceci en el local de en frente nos decía: “eh pibes, se les va a abrir un hueco en la panza de tanto tomar mate”. Las charlas con Agustina que me preguntaba mil cosas sobre Colombia y como olvidar a la señora Rocío, a Geir, Alex, a Luisito, Dan, Vanesa y Elvis, estos amigos peruanos eran todos unos personajes, le metíamos onda y la mejor energía día a día al restaurante de la galería Quinquela para hacernos unos cuantos pesos.


Memoria fotográficas hay por montón, el fútbol por ejemplo, ocupa un lugar especial, trascendental en mi vida y vaya que en el sur tuve bastante de este, conocí el monumental de Núñez en un River Plate Vs. Independiente Santa Fe (el cuadro de mis amores) por copa libertadores; La Bombonera que “no tiembla, late” y su hinchada que cada domingo copaba toda La Boca, como olvidar aquellos locos que me escucharon hablar con mi tonada muy colombiana y recordaron a Córdoba, Bermúdez y Chicho y sus hazañas con el equipo de Bianchi; el José Amalfitani de Vélez en el barrio de Liniers gracias a la invitación de Augusto; el viaje a Rosario para conocer las canchas de Newell’s Old Boys y de Rosario Central; la visita al estadio Presidente Perón junto con Yessica para a ver a unos de los cuadros por los cuales guardo un cariño especial dentro del corazón futbolero, Racing de Avellaneda.


Las visitas a la cancha de Humboldt al 390 por cortesía de Mariela, las cuales me hacían sentir en la cancha de mi cuadro en Bogotá, donde alentaba a Atlanta como si fuera el león capitalino, con la diferencia que esta vez los gritos los recibía el césped del Gigante de Villa Crespo. Una mención especial a aquella reminiscencia en esta cancha, pues me encantaba ver cómo la gente lo dejaba todo por su cuadro así este llevará varios años en segunda, cuando un amor es sincero no conoce de años ni de títulos, futbolísticamente hablando. Estos recuerdos de lo vivido en el sur me hacen pensar en García Márquez cuando decía que “la vida no es lo que uno vivió, sino lo que recuerda, y como lo recuerda para contarlo”. ¿Cómo recuerdo todo aquello para contarlo? Pues como se deben vivir todas esas experiencias que nos hacen sentir vivos, con el corazón a mil.


“No hay tierras extrañas, quien viaja es el único extraño” Robert Louis Stevenson. Lo anterior lo entendí en el largo viaje a la Patagonia, estar en la ciudad más austral del mundo, a miles de kilómetros del pago, tomar un micro de larga distancia a las 7 de la mañana y llegar al Calafate al otro día a la 1 de la mañana, atravesando la frontera Chilena, subiendo a un ferri de carga pesada y cruzando el estrecho de Magallanes a 0° centígrados; que iba a imaginar yo que cruzaría uno de esos estrechos que te enseñan en geografía de colegio junto con el estrecho de Bering y el de Gibraltar, pues bueno, así es el sur y su Patagonia. La frase de Stevenson me pego duro en el pecho cuando tuve en frente al Perito Moreno, no se los voy a describir, yo soy un simple humano mortal cuyas palabras no alcanzarían a describir la sensación que recorre el cuerpo al tener magna creación de la naturaleza frente a los ojos. La Patagonia te muestra infinidad de lugares y si hubo alguno que se quedó grabado fue el Monte Fitz Roy, cuatro horas de caminata para tenerlo en frente, aunque una deuda quedo por saldar allá en el Chaltén, no lo vi como quería verlo, volveré. Este tampoco lo describiré, hasta que lo vean lo entenderán.


Ahora, en el extremo norte de la nación albiceleste, en medio de la selva misionera, rompiendo con su fuerza la frontera de tres países, se encuentran las cataratas del Iguazú, yo pensaba que ya había visto espectáculos inmensos de la naturaleza en la Patagonia hasta que estuve ante la garganta del diablo, me sentí tan insignificante, tan pequeño en este mundo, sentí que con esa caída de 82 metros de altura y un promedio de 1600 metros cúbicos de agua por segundo, también dejaba ir mi ego, con el cual estoy en una lucha constante por desprenderme de él. Es que en verdad somos tan ególatras que nos creemos en centro del universo cuando no llegamos a ser una gotita de agua. Tantas cosas que me enseño el sur de una u otra manera, a través de personas, de expresiones, de costumbres y cosmovisiones, a través de la naturaleza, y como es de lindo aprender de la naturaleza, ella te enseña sin decir una sola palabra, es tan sabia.


Si algo aprendí, y no fue esta una reflexión mía, al contrario, es una cita del libro La Melancolía de los Feos de Mario Mendoza, es lo siguiente: “Que el viaje no sea por dinero, que el viaje sea para desprenderse de todo aquello que interrumpe el sano y potente desarrollo del pensamiento”, no viajemos por mostrarnos a los demás, tampoco por acumular sellos en un pasaporte, total eso es un pedazo de papel que nos piden para dividirnos por países, para encasillarnos en ese estúpido invento del hombre de las fronteras. Viajemos para desprendernos de todo aquello que nos impide crecer, viajemos para soltar, para crearnos, para encontrarnos, para desprenderse del ego. Cada viaje es un nuevo nacimiento. En el sur aprendí a ver la vida desprendiéndome del ego mediante caleidoscopios de colores, que las figuras danzantes que todos tenemos en la cabeza siempre quieren decirnos algo, que hay alguien más dentro de nosotros, que somos más que 70 kilos de hueso, carne y agua. Entendí que después de un largo viaje perdemos cosas pero también ganamos otras, que podemos extrañar nuestra casa, pero así mismo podemos llevar otros lugares en el corazón, que el alma puede estar pintada de diferentes colores y un pedacito de la mía quedo celeste y blanco.


Italo Calvino escribió las Ciudades Invisibles encasillando las ciudades que describía en diferentes series, las ciudades y la memoria, las ciudades y los signos, las ciudades y el deseo y finalmente las ciudades y las formas. ¿A qué viene todo esto? Sencillo, a que le debemos un sentido, una significancia a cada lugar que pisamos y conocemos, puede que este no sea una ciudad, pero es un territorio que nos dejará algo en la memoria, que tiene signos con los cuales nos identificamos y nos representamos, que hay formas que asemejamos y podemos asimilar e interiorizar y, finalmente, somos seres llenos de deseo, deseos que pueden ser satisfechos en estas ciudades, territorios, comunidades o lo que sea. Brindemos un significado a los lugares, no pasemos por ellos sin haber aprendido algo o tan siquiera haber reflexionado en lo más mínimo.

Este escrito no hubiese sido posible sin la importante, grata y mágica experiencia que me concedió la vida al colocarme en el lejano sur. La gratitud es para mí una virtud muy importante en mi forma de vivir, por todo esto y más, porque sé que me quedo corto en el relato, quiero agradecer al lejano sur, a sus paisajes, ciudades, lugares y personas que hicieron parte de esta linda experiencia. Gracias.

Como ya es costumbre, suelo escribir a la noche, casi madrugada; es la 1:58 de la mañana del 04 de junio de 2020; escribo en medio de una pandemia que amenaza con quitarnos la vida y peor aún con quitarnos la oportunidad de viajar.

En el reproductor acompaña Recuerdo de Osvaldo Pugliese.


Nota: términos como pago y mangos son muy utilizados en el sur para referirse al hogar y al dinero respectivamente, por eso su inclusión en el presente escrito.

 
 
 

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